jueves, 11 de abril de 2013

La silla

Reparaba con mimo, y hasta con amor, cada desperfecto de la silla. Sabía que los remaches cedían con el uso y terminaban partiéndose. Cogía, entonces, unas tenacillas y desalojaba aquel rancajo inservible, colocando un pasador nuevo del mismo diámetro que el dañado. Al cabo de unos años solo quedaban unas pocas piezas de las originales. En la tienda insistieron en decir que la silla gozaba de cinco años de garantía. A él le hizo gracia esa forma de interpretar el verbo gozar, pero nunca abusó del compromiso. Iba reparando lo que consideraba fatiga por exceso uso. Tal vez el fabricante no tuvo en cuenta en su valoración al realizar las pruebas de resistencia, que aquella silla iba a ser usada a diario por un cuerpo inquieto de noventa y ocho kilos y tres cuartos, que orinaba, comía, cambiaba de música, ponía papilla a los gorriones de la terraza, salía de vez en cuando a comprar chocolatinas para volver a caer irremisiblemente en la loneta ajustada a las barras laterales de impecable aluminio. Se fue uniendo tanto a aquel asiento articulado que muchos conocidos, involuntariamente, asociaban su nombre con su cuerpo en calcetines gordos de lana, despanzurrado sobre el color berenjena de la hamaca.
Tuvo, a lo largo del tiempo, lejanos ya los años de gozosa garantía, varios sustos de relativa importancia. Pongamos que, estando en el hemistiquio de algún verso, pues era aficionado a la poesía clásica, un chasquido lo sacaba del ensimismamiento encontrándose a un palmo del suelo: era otro remache que cedía.
Sabía que un día sería el último, que aquellos apaños no eran más que eso, remiendos para ir tirando; que el calor del sobrepeso comba los soportes principales y las tirillas de fibra que como costillas los complementan; que la inclemencia y el tiempo cuartean hasta el más duro escay; que el trenzado uniforme de cuerda blanca cede como bejuco de puente colgante con exceso de personal a punto de precipitarse en el abismo. 
Sabía también que en ese instante él estaría tumbado en tan homicida pretil.


   De El vendedor de cerezas, que ya viene por Ramacastañas


  Cuando éramos pequeños se iba bastantes veces la luz. Si preguntábamos, ¿cuándo vuelve?, mi madre decía: "pronto, ya viene por Ramacastañas”.