sábado, 10 de noviembre de 2012



En el entierro de un joven

El ataúd aparecía a intervalos entre los paraguas. Navegaba en el aire, sobre los hombros de los amigos del muerto. Llovía a bocajarro, como llueve en estos valles, aunque luego luzca el sol cuatro meses seguidos. Si mirabas solo la madera brillante y laboreada, tal vez de nogal o imitando al nogal, entonces sí que parecía que iba sobre el agua. La oscilación era exactamente la misma que si fuera a la deriva por la calle inundada y desbordada. Después fuimos saliendo del entramado de calles del pueblo y el camino ascendía hasta el cementerio que estaba en un lugar apartado, el único en los alrededores con tierra muelle y con la profundidad suficiente para cavar una fosa, un barranco con las medidas reglamentarias.

Aclaró de pronto y cesó el aguacero. Cesó solo en una parte del valle, del cielo de la otra seguían desprendiéndose varetones grises en polvareda de agua. De nuestro lado se veían ahora los pinos, que primero estaban a nuestra altura y poco a poco, a ritmo de entierro, se fueron como ahondando, surcados de finos velos de nubes. Esos velos ocupaban los bajos del pinar hasta cierta altura de los árboles, dándoles volumen, marcando la silueta singular de cada uno.

Y entonces, cuando el cortejo enfilaba ya la última parte del trayecto, que era una recta con las dos puertas negras al fondo y las puntas de los cipreses, solo las puntas, asomando por encima de la larga y alabeada pared del cementerio, se formó un arco iris. Doble, clarísimo, de una nitidez y limpieza que imantaba los ojos. Todos mirábamos; los que portaban la caja ladeaban el cuello como si padecieran una fuerte tortícolis. Aún quedaban algunos paraguas abiertos, de esa gente que lo mismo tarda en abrirlos cuando llueve que en cerrarlos cuando escampa. Y se cerraron, y nadie, ni una sola persona miraba otra cosa que el arco iris, como si fuera una televisión retransmitiendo el enésimo partido de fútbol del siglo, de pronto, ahí en los cielos.

Había otro detalle, sin embargo, al que nadie fue ajeno. Aquel arco, de inusual anchura y colorido, nacía en el pueblo, en su caserío, y desde allí, justo desde donde estábamos, la impresión era que nacía en la casa del muerto y ascendiendo y volteando el valle desde aquella parte aún en lluvia con nubes apelotonadas y grumosas, venía a caer a esta otra, donde la aclarada del tiempo, pasajera y zorra, le dejaba morir dentro del recinto. Y no hubo duda de que caía en la fosa abierta y húmeda y se enterraba hasta los arroyos del subsuelo.

Entró más gente que nunca aquel día al camposanto. Entraron hasta los que se quedan en la puerta para ser los primeros en dar el pésame a la familia cuando sale compungida. Pero ya el aire había llevado las nubes más allá de los cerros, y con ellas la precipitación, y del tan delicado suceso óptico quedaba tan solo el espectro, por así decirlo: El barranco repleto de algo, que parecido a las pavesas, se iba tumbando en el fondo.