En el entierro de un joven
El ataúd aparecía a intervalos
entre los paraguas. Navegaba en el aire, sobre los hombros de los amigos del
muerto. Llovía a bocajarro, como llueve en estos valles, aunque luego luzca el
sol cuatro meses seguidos. Si mirabas solo la madera brillante y laboreada, tal
vez de nogal o imitando al nogal, entonces sí que parecía que iba sobre el
agua. La oscilación era exactamente la misma que si fuera a la deriva por la
calle inundada y desbordada. Después fuimos saliendo del entramado de calles
del pueblo y el camino ascendía hasta el cementerio que estaba en un lugar apartado,
el único en los alrededores con tierra muelle y con la profundidad suficiente
para cavar una fosa, un barranco con las medidas reglamentarias.
Aclaró de pronto y cesó el
aguacero. Cesó solo en una parte del valle, del cielo de la otra seguían
desprendiéndose varetones grises en polvareda de agua. De nuestro lado se veían
ahora los pinos, que primero estaban a nuestra altura y poco a poco, a ritmo de
entierro, se fueron como ahondando, surcados de finos velos de nubes. Esos
velos ocupaban los bajos del pinar hasta cierta altura de los árboles, dándoles
volumen, marcando la silueta singular de cada uno.
Y entonces, cuando el cortejo
enfilaba ya la última parte del trayecto, que era una recta con las dos puertas
negras al fondo y las puntas de los cipreses, solo las puntas, asomando por
encima de la larga y alabeada pared del cementerio, se formó un arco iris.
Doble, clarísimo, de una nitidez y limpieza que imantaba los ojos. Todos
mirábamos; los que portaban la caja ladeaban el cuello como si padecieran una
fuerte tortícolis. Aún quedaban algunos paraguas abiertos, de esa gente que lo
mismo tarda en abrirlos cuando llueve que en cerrarlos cuando escampa. Y se
cerraron, y nadie, ni una sola persona miraba otra cosa que el arco iris, como
si fuera una televisión retransmitiendo el enésimo partido de fútbol del siglo,
de pronto, ahí en los cielos.
Había otro detalle, sin embargo, al
que nadie fue ajeno. Aquel arco, de inusual anchura y colorido, nacía en el
pueblo, en su caserío, y desde allí, justo desde donde estábamos, la impresión
era que nacía en la casa del muerto y ascendiendo y volteando el valle desde
aquella parte aún en lluvia con nubes apelotonadas y grumosas, venía a caer a
esta otra, donde la aclarada del tiempo, pasajera y zorra, le dejaba morir
dentro del recinto. Y no hubo duda de que caía en la fosa abierta y húmeda y se
enterraba hasta los arroyos del subsuelo.
Entró más gente que nunca aquel día
al camposanto. Entraron hasta los que se quedan en la puerta para ser los
primeros en dar el pésame a la familia cuando sale compungida. Pero ya el aire
había llevado las nubes más allá de los cerros, y con ellas la precipitación, y
del tan delicado suceso óptico quedaba tan solo el espectro, por así decirlo:
El barranco repleto de algo, que parecido a las pavesas, se iba tumbando en el
fondo.