domingo, 15 de julio de 2012

Otra tristeza


“No te pongas triste”, recordaba que le decía su abuela de pequeño.

Palabras viejas, tan viejas como los tiempos en los que ella peinaba el pelo a las vecinas a la puerta de la casa y luego alguna también la repeinaba a ella y la hacia un moño que lucía húmedo y entrecano y que la rejuvenecía...
Ahora él la estaba remozando en su recuerdo. “ No te pongas triste”. O sea, que se ponía. Que tal vez desde chico tenía propensión a cierta melancolía. O quizá sean las cosas, las que nos pasan, las que nos van a pasar, las que nos ponen a todos tan tristes y, entonces, más a él con su tendencia.

Quién sabe.

Las abuelas se repeinaban todas las tardes en el poyo que estaba junto a la fuente. Después llegaba el médico a conversar con Anastasio. Anastasio tenia noventa y seis años y urgía al doctor a descubrir algún remedio para no morirse. “Seguro que cuando yo me muera lo descubren” decía compungido. Y aún vivió algunos años más Anastasio, alargando el tiempo con deseo mientras su cuerpo se iba encogiendo y arrugando bajo aquel armatoste de sombrero calañés.

Él también esperaba impaciente la llegada del médico. Por los santos. Aquellas estampas que anunciaban medicamentos y que le regalaba constituían un tesoro. El mundo podía ser blanco y negro, pero en su rimero de estampas todo era color, letras mágicas, signos mágicos, si mágico es el hechizo sobrecogedor que obnubila la ignorancia. De aquellas cornucopias que vertían pastillas en el fondo malva de una cartulina le parecía que podía surgir cualquier cosa. Una brocha y una caja de pinturas, por ejemplo, para llevarlas consigo toda la vida...

Se acuerda ahora de ello, cuando el mundo, después de un falso estallido cromático ha vuelto a su fijeza sin matices, al pardo negruzco de la tierra volteada, al blanquecino sabor del polvo en los caminos, a la cinérea infición del muladar...

“No te pongas triste” le decía su abuela mientras blanqueaba la fachada que un día había sido de piedra y a base de manos de cal ahora era un paramento blanco con relieves, bordes suaves, techos minúsculos, entrantes y salientes aterciopelados, afelpados y como asemejándose a la lana de la oveja pues enjalbegaba con pellejo de cordero...

No te pongas triste.

Y aunque la tarde era limpia, de esas de junio, serenas, que paren las noches de viento y tienen euforia en el aire -la suficiente al menos para adecentar una casa- a él, no podía remediarlo, una orfandad lo acompañaba...

         S. Jiménez



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