lunes, 30 de julio de 2012



La venganza de la prosa



Perdí el poema. Bueno, tal vez era solo apariencia de poema por su disposición como en versos. Me lo perdió el ordenador maniobrando en la tecla equivocada.
No hubo manera de recuperarlo.

Era sobre la cabeza: “No quiero perder la cabeza en los caminos y volver sin ella y seguir ya sin ella, como tantos. Yo también soy uno de tantos, pero aún con mi cabeza.”

Algo así decía y muchas más cosas, como que no fuera una alcancía que solo sirviera para meter dinero por la ranura convirtiéndose así en su propio testaferro; pues bien sabemos que puede una cabeza ser cabeza de hierro sobre su cuerpo y oscilar pesada llena de monedas...

Y que no la enganchara la guillotina del momento.

Aunque las cabezas que aprehenden la esencia de la rosa y anhelan una nalga en pétalos de gardenia están fuera del momento. Sí, una nalga, la tuya, que me miras con esa cabeza donde los ojos antes de ver lo acarician todo con la mirada.

“Y desde el cuello ya es la cabeza planeta en el aire. Inteligencia. Y libre, ahí, es más que una parte y sin ella nada la otra parte”.

No sé. Cuando los versos se pierden no hay manera de enmendarlos, aunque sean estos deshilachados versos míos, versos tuertos, no versos sino indicio de quebranto y de ansia social. Cebo que prendo buscando beneficio de caricia.

Eran a mi cabeza enredada en las zarzas del camino, no a mi pelo, del que carezco con pesadumbre como de todo aquello que siendo nuestro nos fue hurtado.

Querer escribirlo otra vez es como componer de nuevo un racimo de uva despalillado, pensé. Ahí estuvo cual era hasta con su mildéu, y ya no hay más.

Se disolvió entre los jugos gástricos de mi ordenador de mesa.


         Santos Jiménez



domingo, 15 de julio de 2012

Otra tristeza


“No te pongas triste”, recordaba que le decía su abuela de pequeño.

Palabras viejas, tan viejas como los tiempos en los que ella peinaba el pelo a las vecinas a la puerta de la casa y luego alguna también la repeinaba a ella y la hacia un moño que lucía húmedo y entrecano y que la rejuvenecía...
Ahora él la estaba remozando en su recuerdo. “ No te pongas triste”. O sea, que se ponía. Que tal vez desde chico tenía propensión a cierta melancolía. O quizá sean las cosas, las que nos pasan, las que nos van a pasar, las que nos ponen a todos tan tristes y, entonces, más a él con su tendencia.

Quién sabe.

Las abuelas se repeinaban todas las tardes en el poyo que estaba junto a la fuente. Después llegaba el médico a conversar con Anastasio. Anastasio tenia noventa y seis años y urgía al doctor a descubrir algún remedio para no morirse. “Seguro que cuando yo me muera lo descubren” decía compungido. Y aún vivió algunos años más Anastasio, alargando el tiempo con deseo mientras su cuerpo se iba encogiendo y arrugando bajo aquel armatoste de sombrero calañés.

Él también esperaba impaciente la llegada del médico. Por los santos. Aquellas estampas que anunciaban medicamentos y que le regalaba constituían un tesoro. El mundo podía ser blanco y negro, pero en su rimero de estampas todo era color, letras mágicas, signos mágicos, si mágico es el hechizo sobrecogedor que obnubila la ignorancia. De aquellas cornucopias que vertían pastillas en el fondo malva de una cartulina le parecía que podía surgir cualquier cosa. Una brocha y una caja de pinturas, por ejemplo, para llevarlas consigo toda la vida...

Se acuerda ahora de ello, cuando el mundo, después de un falso estallido cromático ha vuelto a su fijeza sin matices, al pardo negruzco de la tierra volteada, al blanquecino sabor del polvo en los caminos, a la cinérea infición del muladar...

“No te pongas triste” le decía su abuela mientras blanqueaba la fachada que un día había sido de piedra y a base de manos de cal ahora era un paramento blanco con relieves, bordes suaves, techos minúsculos, entrantes y salientes aterciopelados, afelpados y como asemejándose a la lana de la oveja pues enjalbegaba con pellejo de cordero...

No te pongas triste.

Y aunque la tarde era limpia, de esas de junio, serenas, que paren las noches de viento y tienen euforia en el aire -la suficiente al menos para adecentar una casa- a él, no podía remediarlo, una orfandad lo acompañaba...

         S. Jiménez



domingo, 1 de julio de 2012



Las pequeñas cosas

Esas pequeñas cosas. No las del chiste:
sarcásticas, cáusticas, alcanzables...
una pequeña mansión, un pequeño yate,
una pequeña fortuna...

No, no, nada de eso sino lo imposible,
lo que el hombre solo rozará
en algún contado instante de la vida:
El corazón de su amante,
el ala de un ángel de extraña rareza
que se presenta a veces a nuestro lado
en forma de niño o de anciana muy pálida,
la luz de una flor que nace de la cal
desafiando ella sola la soledad del sol,
la brasa de la calle,
la caricia de pétalo malva de una mano
que se posa en la sien y masajea
con pico de algodón esa impaciencia,
el color de la amistad; amapola
solitaria entre los trigos,
la madrugada de la alondra, digan
lo que digan, en lamento de amor
por las olivas, digan lo que digan...

Un bucle negrísimo de magnitud atómica
a la perturbadora puerta del destino.