miércoles, 18 de abril de 2012

Albacea de los cantos


¡Maldita sea! Cómo explicarles a aquellas mujeres que la tierra, ahora parda bajo los castaños, en un mes estaría morada de jacintos y que el arroyo sería una alfombra de botones de oro y ni el agua se vería de las florecillas blancas y el verde tapiz que brotaría por todas partes. Cómo convencerlas de que la arenisca que pisábamos sería después césped y las retamas y los agavanzos iban a llenar de color los eriales... Y, además, estaba el incendio.  -Pero... ¿aquí ha habido un incendio?, preguntaban cada vez que topábamos con un tocón ennegrecido o cuando se manchaban las ropas al acercarse demasiado a un fuste de roble sollamado por el fuego... Entonces yo les mostraba los vástagos de castaño, los pinos que salían como rabiosos del suelo calcinado, los crecimientos de los robles, algún que otro cerezo aquí y allá y hacía hincapié y enfatizaba el hecho de que fuera invierno y todos los árboles que formaban el bosque de galería de arroyos y riachuelos, estaban, como era lógico, sin hojas, pues eran árboles caducifolios, y recalcaba la palabra caducifolios para darle más importancia. Luego, para rematar, les dije: mirad, si al final compráis el terreno os aseguro que lo que terminará siendo un problema serán las hierbas, las zarzas, los arbustos... No sé si me creían, solo miraban y miraban las lomas peladas y llenas de pedruscos que parecían, y no me había percatado hasta ese preciso instante, raros animales paciendo extáticos la falda del monte.
Se llamaban Elena y Virginia, habían venido desde Madrid para ver la finca, si les gustaba, lo más probable era que terminaran comprándola. Eran artistas. Trabajaban en profesiones relacionadas con el mundo del arte, algo oí mientras el coche se bamboleaba  por la pista forestal llena de baches y destrozos provocados por las últimas lluvias. -¡Pero si hace meses que no llueve!..., clamaron al unísono. Y yo otra vez condescendiendo: es cuestión de tres horas de máquina excavadora, por aquí apenas pasa gente, por eso no se arregla. ¡Maldita sea!, se me iban acabando los argumentos.  Por fin llegamos a aquel trozo del paraíso: un prado rodeado de robles con agua cristalina, cantarina, siempre corriente; las piedras formando aún casillas y corrales de las construcciones que sirvieron un día para resguardo del ganado y almacenamiento del heno; castaños que daban fruto; un cerezo bravío, de descomunal porte, pues jamás nadie le metió mano en poda ni desmoche... Graznó entonces un arrendajo y Virginia gritó -¡Hay vida! El córvido voló sobre nuestras cabezas con su vuelo bajo y pesado dejando una estela azul y gris en el calvero. ¡Maldita sea! Seguí con mi cháchara, intentando vender a aquellas chicas los últimos restos de un naufragio del que ellas podían rescatar un tesoro. En efecto, el campo abandonado y baldío es un buque hundido con la panza llena de sorpresas, como esos galeones españoles que destripan los cazatesoros. Pero ellas solo veían los contras del negocio: el puto incendio, los pedregales, la ruina de la tierra en un invierno de hielo seco, el vehículo descoyuntado en los saltos del camino... Antes de que se marcharan saqué la navaja que casi siempre llevo en el bolsillo y como si fuera la cosa más natural del mundo, como de hecho quizá lo sea para mí, me puse a podar con ella un ciruelo melenudo, abandonado, que había nacido en el borde del camino, justo al lado de un hito de los que marcan las lindes del monte público con las fincas particulares. Y eso les gustó. Qué interés pusieron en ver como abría el porte del arbolillo practicando en él los primeros pasos de una poda de formación, llevándome por delante un ramillete de capullos a punto de reventar -un manojo de cerillas blancas, dijo Elena, y les dio mucha pena, pues al cabo eran los únicos atisbos de flor vistos en toda la mañana. Quedaron encantadas, no obstante, con la poda, lo de comprar la tierra dijeron que se lo pensarían, maldita sea, y yo me juré a mi mismo y allí mismo no volver a enseñar a nadie aquel rincón donde los días de calma, cuando amaina el viento, que en verdad son pocos, el sol desciende, salta mejor dicho como animalillo brillante por el alabeado ramaje de los árboles y se tiende en aquel campo dorando la tierra, bañando con una pátina de oro puro el infinito rebaño de los cantos.

 











No hay comentarios:

Publicar un comentario