lunes, 23 de abril de 2012

A sesenta flores de cartón, de distintos colores, metidas en un jarrón





¿Y dices que se venderían bien en Madrid?
Pero cómo las íbamos a vender por las calles
sin licencia ni permisos, seguro que nos multaban.
Tendremos que dedicarnos a otra cosa...
Es una pena, son hermosas, se diría
que lo que les falta de vida y de perfume
se lo insuflas tú con tus manos.
El roce de tus manos horas y horas
recortando, pegando, dibujando...
¡Y el mérito que tiene esa labor de reciclaje!,
pues al cabo, solo son cartones de hueveras,
palos de pinchos morunos y témpera.

Sea original, regale una flor de cartón,
las tenemos rojas, azules, fucsias, naranjas,
moradas, amarillas...

Me veo con un ramillete bajo el brazo
pregonando el producto.
¿Crees que alguien compraría una?
Podríamos ponerlas al precio del café
o al precio de una cerveza
pero, ¿quién va a preferir una flor de cartón
a una infusión calentita o a sentir en los labios
la espumosa cerveza...?
Te voy a sacar una foto trabajando,
con la mesa llena de flores y recortes, para
que cuando el tiempo y la humedad
arruinen el producto tengamos un recuerdo
de lo que pudo ser el principio de un gran negocio.

Sea original, regale una flor de cartón,
las tenemos rojas, azules, fucsias, naranjas,
moradas, amarillas...



miércoles, 18 de abril de 2012

Albacea de los cantos


¡Maldita sea! Cómo explicarles a aquellas mujeres que la tierra, ahora parda bajo los castaños, en un mes estaría morada de jacintos y que el arroyo sería una alfombra de botones de oro y ni el agua se vería de las florecillas blancas y el verde tapiz que brotaría por todas partes. Cómo convencerlas de que la arenisca que pisábamos sería después césped y las retamas y los agavanzos iban a llenar de color los eriales... Y, además, estaba el incendio.  -Pero... ¿aquí ha habido un incendio?, preguntaban cada vez que topábamos con un tocón ennegrecido o cuando se manchaban las ropas al acercarse demasiado a un fuste de roble sollamado por el fuego... Entonces yo les mostraba los vástagos de castaño, los pinos que salían como rabiosos del suelo calcinado, los crecimientos de los robles, algún que otro cerezo aquí y allá y hacía hincapié y enfatizaba el hecho de que fuera invierno y todos los árboles que formaban el bosque de galería de arroyos y riachuelos, estaban, como era lógico, sin hojas, pues eran árboles caducifolios, y recalcaba la palabra caducifolios para darle más importancia. Luego, para rematar, les dije: mirad, si al final compráis el terreno os aseguro que lo que terminará siendo un problema serán las hierbas, las zarzas, los arbustos... No sé si me creían, solo miraban y miraban las lomas peladas y llenas de pedruscos que parecían, y no me había percatado hasta ese preciso instante, raros animales paciendo extáticos la falda del monte.
Se llamaban Elena y Virginia, habían venido desde Madrid para ver la finca, si les gustaba, lo más probable era que terminaran comprándola. Eran artistas. Trabajaban en profesiones relacionadas con el mundo del arte, algo oí mientras el coche se bamboleaba  por la pista forestal llena de baches y destrozos provocados por las últimas lluvias. -¡Pero si hace meses que no llueve!..., clamaron al unísono. Y yo otra vez condescendiendo: es cuestión de tres horas de máquina excavadora, por aquí apenas pasa gente, por eso no se arregla. ¡Maldita sea!, se me iban acabando los argumentos.  Por fin llegamos a aquel trozo del paraíso: un prado rodeado de robles con agua cristalina, cantarina, siempre corriente; las piedras formando aún casillas y corrales de las construcciones que sirvieron un día para resguardo del ganado y almacenamiento del heno; castaños que daban fruto; un cerezo bravío, de descomunal porte, pues jamás nadie le metió mano en poda ni desmoche... Graznó entonces un arrendajo y Virginia gritó -¡Hay vida! El córvido voló sobre nuestras cabezas con su vuelo bajo y pesado dejando una estela azul y gris en el calvero. ¡Maldita sea! Seguí con mi cháchara, intentando vender a aquellas chicas los últimos restos de un naufragio del que ellas podían rescatar un tesoro. En efecto, el campo abandonado y baldío es un buque hundido con la panza llena de sorpresas, como esos galeones españoles que destripan los cazatesoros. Pero ellas solo veían los contras del negocio: el puto incendio, los pedregales, la ruina de la tierra en un invierno de hielo seco, el vehículo descoyuntado en los saltos del camino... Antes de que se marcharan saqué la navaja que casi siempre llevo en el bolsillo y como si fuera la cosa más natural del mundo, como de hecho quizá lo sea para mí, me puse a podar con ella un ciruelo melenudo, abandonado, que había nacido en el borde del camino, justo al lado de un hito de los que marcan las lindes del monte público con las fincas particulares. Y eso les gustó. Qué interés pusieron en ver como abría el porte del arbolillo practicando en él los primeros pasos de una poda de formación, llevándome por delante un ramillete de capullos a punto de reventar -un manojo de cerillas blancas, dijo Elena, y les dio mucha pena, pues al cabo eran los únicos atisbos de flor vistos en toda la mañana. Quedaron encantadas, no obstante, con la poda, lo de comprar la tierra dijeron que se lo pensarían, maldita sea, y yo me juré a mi mismo y allí mismo no volver a enseñar a nadie aquel rincón donde los días de calma, cuando amaina el viento, que en verdad son pocos, el sol desciende, salta mejor dicho como animalillo brillante por el alabeado ramaje de los árboles y se tiende en aquel campo dorando la tierra, bañando con una pátina de oro puro el infinito rebaño de los cantos.

 











sábado, 14 de abril de 2012


Maletilla de escenarios poéticos


                                        A Luis Miguel Álvarez

Se subía al estrado de los otros inoportunamente
y recitaba sus versos:                                                                                                                      

“En tu haza
mi lengua
se hace carne a voleo”.

La flauta suena alguna vez por casualidad
pensaba la mayoría.
Lo abucheaban las más de las veces.

“Ahora te gusta este desgarro,
cuando ya mis flanes
de jazmín y de canela
tiemblan en las letrinas”.

Quedaba en el aire un dejo de confusión
y de asombro roto enseguida
por el clamor de la protesta.

Hasta que un día
bordó en el centro del ruedo la verónica.
Actuaba el emérito maestro
que acumulaba ya todos los premios
y reconocimientos imaginables
y él se lanzó a su tarima.
Era, en verdad, como si toreando José Tomás
en la Maestranza sevillana, saliera el maletilla
y en mitad del redondel labrara
primorosas chicuelinas
hasta que La Benemérita se lo llevara
al calabozo prendido por los codos
en medio de una algazara general.
O tal vez ya sea otra fuerza pública
la que efectúe esos menesteres,
o quizá ya no queden maletillas
ni toros ni toreros... pretorianos siempre habrá.
El maestro condescendió displicente
cediendo el micrófono con un gesto de
¡qué le vamos a hacer!
y aquel saltimbanqui de escenarios
que perdía los meses para robar un minuto
dijo...

 Hubo risas y hasta choteo de risotadas, y aplausos.
¡Se dejaban las manos palmoteando!
El maestro aplaudía en sordina
señalando al susodicho.
Este buscó las orejas de las últimas sillas para sentarse,
atravesó el pasillo flanqueado
por blanquísimas dentaduras de esmerados dientes.
Iba acariciándose las desvencijadas teclas de su boca
con la lengua, rozándosela al pasar
por el desportillado borde de un colmillo de leche...
saboreando la victoria piorrea.

Esto fue lo que dijo:

“Creo sinceramente
no poder ser artista
con estos dientes”...